De hecho, lo habitual es que nuestros gustos y opiniones cambien en función de esas influencias externas.
Aceptar esto no nos resulta en exceso difícil ya que nos dota de cierta capacidad de adaptación al entorno, siempre y cuando lo acompañemos también con la idea de que las personas de nuestro entorno son igualmente influenciables. Sin embargo, seguramente nos sorprendería saber a qué extremos puede llegar esta influencia.
En 1951, el psicólogo estadounidense Solomon Asch llevó a cabo una serie de experimentos en los que estudiaba el fenómeno de la conformidad grupal, o dicho de otra manera, en qué medida adaptamos nuestras opiniones a las del grupo en el que nos encontramos.
Los participantes del experimento formaban parte de un grupo de personas (donde todos menos el propio participante eran cómplices del experimentador) que debían resolver problemas sencillos como determinar la longitud de una serie de líneas impresas en un papel.
Se les mostraba una tarjeta con una línea, y después se les enseñaba otra en la que había tres líneas, cada una de un tamaño distinto pero claramente diferenciables.
Explicándoles que se trataba de una prueba de agudeza visual, cada componente del grupo debía determinar cuál de las tres líneas correspondía con la de la primera tarjeta y cuál era más larga que otra. Al principio todos daban una respuesta correcta, pero al de unas pocas pruebas los cómplices empezaban a dar una misma respuesta claramente errónea.
En contra de lo que cabría esperar, muchos de los participantes, que escuchaban las opiniones contrarias antes de dar la suya, no se atrevieron a contradecir al grupo aun cuando éste estaba evidentemente equivocado. Mostraban una clara sorpresa, dudaban y se sentían inquietos, pero acababan voluntariamente dando también la respuesta incorrecta.
Si en condiciones normales se podía producir un error en el 1% de las ocasiones, la presión grupal llegaba a provocar hasta casi un 37% de errores, lo que sobre todo se producía cuando todos los cómplices daban la misma respuesta. Si por el contrario entre ellos había discrepancias, el participante parecía sentirse más legitimado para disentir y optaba por la respuesta correcta.
Cuando se les hacía ver que su elección era incorrecta y se les preguntaba por el motivo, la mayoría atribuían el resultado a su mala vista o a un error en la valoración de las longitudes de las líneas, pero nunca al hecho de que los demás hubiesen ejercido algún tipo de presión. Es decir, que no sólo podemos llegar a ceder a la presión grupal hasta niveles sorprendentes, sino que además en general nos negamos a reconocerlo.
Visto en: vidacotidianitica.blogspot.
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