Si la revista Yorokobu prefiriera ser anónima en su portada solo habría un diseño sin firma, acompañado del precio y el código de barras. Sus colaboradores nunca firmaríamos nuestros artículos, o lo haríamos bajo seudónimos sonrojantes, y la página dedicada al “Staff” sería reemplazada por un anuncio de cereales.
Los nicknames son a veces muy simpáticos y ocurrentes, pero en este campo de minas en que se ha convertido Internet con demasiada frecuencia los usuarios se amparan en sus nicks para decir todo aquello que no osarían escribir bajo su nombre, ni mucho menos mirando a los ojos de su interlocutor. Simplemente por el placer de hacer daño con total impunidad. Gratis.
Entonces ¿por qué esa simpatía y aceptación generalizadas hacia los seudónimos en la red? Nunca debió permitirse, y ahora es casi imposible revertir ese derecho adquirido al que solo Facebook parece dispuesto a plantar cara.
Quien esto escribe jamás ha publicado un texto anónimo en ninguna de la veintena de cabeceras para las que ha colaborado. La libertad de expresión solo lo es cuando quien se expresa se identifica.
El movimiento Anonymous parece reivindicar ese tirar la piedra y esconder la mano que a tanta gente parece fascinar… hasta que la piedra les golpea a ellos. Sin embargo, hay que reconocerles que en países con las libertades recortadas es necesario el uso de nicknames, seudónimos, y toda clase de artificios para que la red haga su trabajo y salvar la integridad o incluso la vida.
En el cine de los años 70, cuando un poli recibía un anónimo amenazante se componía de letras recortadas de la prensa, y jamás iba firmado, obviamente. Como tampoco se firman las notas de amor dirigidas a alguien que no sabemos si nos corresponderá… Los seudónimos también se utilizan para presentarse a los premios literarios (previo aviso a las editoriales involucradas de la verdadera identidad de quien utiliza el seudónimo).
Bansky tiene todo el derecho del mundo a no descubrirse. Porque no agrede a nadie, solo decora e ilumina rincones urbanos y los eleva a la categoría de obra de arte. Tampoco el icónico grupo The Residents mostró jamás el rostro de sus cuatro integrantes (se llegó a especular acerca de si eran los mismísmimos Rolling Stones).
Stephen King publicó numerosas novelas bajo el nombre de Richard Bachman, por consejo de su agente, que le advirtió de que su hiperactividad podría perjudicar las ventas. Tampoco está mal dar un nombre falso en un hotel cuando no queremos que nos descubran… aunque eso ya solo sucede en las películas viejas, o en las pensiones de mala muerte en las que no piden la pertinente identificación.
La zona de comentarios de las ediciones electrónicas de los principales periódicos se ha convertido en un área de guerra, y cuando el flujo de comentarios es muy intenso, la eficacia de los moderadores desaparece, y queda en manos de los bots, que lo único que hacen es filtrar las palabrotas.
Todo esto ha propiciado el florecimiento de empresas que limpian la reputación online, o que al menos lo intentan. Basta que un desgraciado haya dejado constancia de su odio en cualquier blog que disponga de un buen mecanismo de posicionamiento para que esa mancha arruine de manera permanente toda una trayectoria. He conocido casos cercanos de personas que han llegado a padecer trastornos nerviosos y depresión ante la imposibilidad de erradicar esas bofetadas que aparecen en los puestos más altos de Google al teclear sus nombres. La imposibilidad de refutar el insulto o la calumnia, por estar firmada con el nick de cualquier listillo, provoca una angustiosa impotencia.
Desde mi punto de vista solo son aceptables los seudónimos o anónimos que rubrican contenidos positivos, que no causen daño alguno a nadie. Pero si se critica, se condena, se insulta, se desprecia… aunque sea con toda la razón del mundo, entonces; y especialmente entonces… hay que dar la cara. O al menos el nombre.
Visto en: www.yorokobu.es/
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