Lo que empieza mal suele terminar peor, y lo que empieza muy mal acaba por matarte.
El final de esta historia era completamente predecible, pero su protagonista tenía en su cabeza la combinación perfecta de locura, obstinación, falta de sentido común, nacionalismo rancio y mala leche, como para preferir morir a reconocer estar equivocado.
Ah, y no olvidemos a los patrocinadores, esos que, incluso sabiendo que todo era muy mala idea, decidieron seguir el dictado de su cartera por encima de cualquier cosa.
El protagonista de esta aventura atendía al nombre de Salomon August Andrée, aunque es más conocido como S. A. Andrée. No puede negarse que fue todo un hijo de su tiempo, la gloriosa época de los aventureros polares a medio camino entre el siglo XIX y el prometedor XX. No se imaginaban los terribles tiempos que estaban por llegar y, para un sueco orgulloso como Andrée, todo era posible. Su confianza ciega en la ciencia y la tecnología, mal entendidas, y su arrogancia como aventurero “nacional”, le llevaron a una tumba de hielo.
Todo un país le animó en su locura y terminó convertido en héroe póstumo, pero en realidad puede decirse que no fue más que un ingenioso fanfarrón.
Lo necesario para el desastre estaba allí, en el preciso momento y en el lugar ideal. Por una parte se vivía una fiebre sin igual por los globos aerostáticos, se decía que no había proeza que no pudiera realizarse con un buen globo, sobre todo si era francés, la gran potencia en esa materia por entonces.
Otro de los factores era el nacionalismo radical, los Suecos andaban bastante molestos porque todos sus vecinos tenían héroes polares, mientras ellos apenas contaban con algún aventurero genial y poco más. Necesitaban un reto nacional, algo especial que les hiciera sentir superiores.
En ese momento surgió Andrée y su idea de sobrevolar el polo norte con un globo. ¡Estoy hablando de la década de 1890! Téngase en cuenta que todavía quedaban muchos años para que un ser humano se acercara al polo, pero eso no atemorizó al ingeniero sueco, él propuso llegar antes que nadie allá arriba volando. Lo malo es que todo un país le siguió el juego.
Hay que reconocer que Andrée era todo un genio del comercio, era capaz de vender la idea más extraña y salir airoso. Es más, cualquier análisis de su vida le hubiera descalificado de forma automática para emprender una aventura como aquella que proponía.
Se pasó por alto su tendencia a estrellarse por doquier, llevaba bastante tiempo volando con globos, de forma autodidacta, pero nunca había logrado grandes cosas, si acaso darse algún que otro golpe o haberse librado milagrosamente de morir ahogado o congelado en algún lago nórdico.
Pero todo aquello no le importó a nadie, la lengua de Andrée debía ser de lo más convincente, pues logró inflamar el espíritu nacional sueco como pocas veces antes se había visto.
El primer intento de Andrée pudo llevarlo a cabo en 1896, después de recibir un gran montón de dinero de las autoridades suecas y de numerosos patrocinadores, como un periódico y diversas empresas que veían en el aventurero toda una mina de oro. Fue despedido con júbilo por las gentes, rumbo a la historia.
La jugada salió muy mal y eso tuvo que hacerle meditar sobre su error, pero por desgracia no sucedió así. Le acompañaban en la expedición un famoso meteorólogo, Nils Gustaf Ekholm, y un científico novato, Nils Strindberg, que era todo un genio de la fotografía.
Ekholm empezó a comprender que todo aquello era una tontería prácticamente desde el momento en que pudo ver el globo, diseñado personalmente por Andrée sobre un modelo francés recién adquirido al que llamó Águila. El monstruo, con más de 20 metros de diámetro y dotado de tres cubiertas de seda barnizadas, debía reunir en su interior el hidrógeno fabricado in situ con el que debía volar a lo largo de un mes desde Spitsbergen hasta el polo norte y, de allí, hasta Canadá o Rusia.
El diseño no tenía ni pies ni cabeza, perdía hidrógeno con claridad, la carga pesaba demasiado, las velas y el sistema de cables con los que Andrée pensaba guiarlo no funcionaban ni en sueños, pero ya era demasiado tarde, el aventurero estaba atrapado en su propia locura y no dejaba que nadie le aconsejara.
Además, los patrocinadores habían soltado ya mucho dinero y era imposible volverse atrás sin reconocer una humillante derrota. Al final Ekholm tuvo toda la razón, el globo no llegó muy lejos y acabó por estrellarse al poco de partir, empujado por vientos del norte que le llevaban precisamente en sentido contrario del deseado. Por supuesto, el meteorólogo no quiso saber nada más del asunto, pero Andrée continuó adelante.
Empeñado en tener razón por encima de cualquier otro, y todavía jaleado por las autoridades suecas y los patrocinadores, lo volvió a intentar en 1897. Con el globo reparado, una buena cámara fotográfica, mucho idealismo, poco cerebro y una tripulación entusiasmada. Un joven ingeniero, Knut Frænkel, substituyó al avezado meteorólogo.
No puedo imaginar la escena, sobre todo porque más bien parecía algo de risa más que una expedición científica. Palomas mensajeras para enviar cartas en vuelo, trineos mal diseñados, pesadas cargas con alimentos muy poco indicados para una aventura como aquella, el caso era que todo hacía pensar que se dirigían a la muerte, ¡pero continuaron su aventura como si no sucediera nada! Ni siquiera sus vestimentas eran adecuadas para el ambiente ártico.
Al poco de partir, el globo estuvo a punto de caer al mar, por lo que la tripulación necesitó soltar lastre, demasiado para una primera maniobra, el globo se elevó con rapidez y, desde entonces nadie volvió a saber de la expedición de Andrée.
Durante más de tres décadas aquella aventura se convirtió en motivo de leyendas de todo tipo, el desierto blanco se había tragado a tres héroes, como se les trató desde entonces en Suecia. Finalmente, en el verano de 1930, dos expediciones de cazadores de focas localizaron los restos de la expedición en una isla perdida entre los hielos boreales.
La historia que se reconstruyó a partir de entonces es terrible. El globo apenas se mantuvo en el aire unas horas, pero fue suficiente como para que los tres hombres se perdieran en el hielo. A partir de ahí lograron sobrevivir semanas sorteando peligrosas grietas, luchando contra la deriva de los hielos y, finalmente, construyendo un refugio en la isla donde fueron localizados sus cuerpos.
La agonía tuvo que ser terrible, la carne de oso polar constituyó su principal alimento hasta que finalmente perecieron, perdidos y al borde de la locura. Los diarios de los miembros del grupo contienen detalles terribles. Andrée mantuvo hasta el final su orgullo y el joven fotógrafo tuvo ánimo para ir tomado imágenes de todo el recorrido. Los carretes fotográficos fueron localizados junto a sus cadáveres y constituyen hoy día el recuerdo gráfico más imponente de lo que una idea loca puede llevar a hacer cuando se ve apoyada por los medios adecuados. Visto en: vidacotidianitica.blogspot.com.
Pueden ver las 11 fotos originales en esta dirección http://www.alpoma.net/tecob/?p=6120#more-6120
El final de esta historia era completamente predecible, pero su protagonista tenía en su cabeza la combinación perfecta de locura, obstinación, falta de sentido común, nacionalismo rancio y mala leche, como para preferir morir a reconocer estar equivocado.
Ah, y no olvidemos a los patrocinadores, esos que, incluso sabiendo que todo era muy mala idea, decidieron seguir el dictado de su cartera por encima de cualquier cosa.
El protagonista de esta aventura atendía al nombre de Salomon August Andrée, aunque es más conocido como S. A. Andrée. No puede negarse que fue todo un hijo de su tiempo, la gloriosa época de los aventureros polares a medio camino entre el siglo XIX y el prometedor XX. No se imaginaban los terribles tiempos que estaban por llegar y, para un sueco orgulloso como Andrée, todo era posible. Su confianza ciega en la ciencia y la tecnología, mal entendidas, y su arrogancia como aventurero “nacional”, le llevaron a una tumba de hielo.
Todo un país le animó en su locura y terminó convertido en héroe póstumo, pero en realidad puede decirse que no fue más que un ingenioso fanfarrón.
Lo necesario para el desastre estaba allí, en el preciso momento y en el lugar ideal. Por una parte se vivía una fiebre sin igual por los globos aerostáticos, se decía que no había proeza que no pudiera realizarse con un buen globo, sobre todo si era francés, la gran potencia en esa materia por entonces.
Otro de los factores era el nacionalismo radical, los Suecos andaban bastante molestos porque todos sus vecinos tenían héroes polares, mientras ellos apenas contaban con algún aventurero genial y poco más. Necesitaban un reto nacional, algo especial que les hiciera sentir superiores.
En ese momento surgió Andrée y su idea de sobrevolar el polo norte con un globo. ¡Estoy hablando de la década de 1890! Téngase en cuenta que todavía quedaban muchos años para que un ser humano se acercara al polo, pero eso no atemorizó al ingeniero sueco, él propuso llegar antes que nadie allá arriba volando. Lo malo es que todo un país le siguió el juego.
Hay que reconocer que Andrée era todo un genio del comercio, era capaz de vender la idea más extraña y salir airoso. Es más, cualquier análisis de su vida le hubiera descalificado de forma automática para emprender una aventura como aquella que proponía.
Se pasó por alto su tendencia a estrellarse por doquier, llevaba bastante tiempo volando con globos, de forma autodidacta, pero nunca había logrado grandes cosas, si acaso darse algún que otro golpe o haberse librado milagrosamente de morir ahogado o congelado en algún lago nórdico.
Pero todo aquello no le importó a nadie, la lengua de Andrée debía ser de lo más convincente, pues logró inflamar el espíritu nacional sueco como pocas veces antes se había visto.
El primer intento de Andrée pudo llevarlo a cabo en 1896, después de recibir un gran montón de dinero de las autoridades suecas y de numerosos patrocinadores, como un periódico y diversas empresas que veían en el aventurero toda una mina de oro. Fue despedido con júbilo por las gentes, rumbo a la historia.
La jugada salió muy mal y eso tuvo que hacerle meditar sobre su error, pero por desgracia no sucedió así. Le acompañaban en la expedición un famoso meteorólogo, Nils Gustaf Ekholm, y un científico novato, Nils Strindberg, que era todo un genio de la fotografía.
Ekholm empezó a comprender que todo aquello era una tontería prácticamente desde el momento en que pudo ver el globo, diseñado personalmente por Andrée sobre un modelo francés recién adquirido al que llamó Águila. El monstruo, con más de 20 metros de diámetro y dotado de tres cubiertas de seda barnizadas, debía reunir en su interior el hidrógeno fabricado in situ con el que debía volar a lo largo de un mes desde Spitsbergen hasta el polo norte y, de allí, hasta Canadá o Rusia.
El diseño no tenía ni pies ni cabeza, perdía hidrógeno con claridad, la carga pesaba demasiado, las velas y el sistema de cables con los que Andrée pensaba guiarlo no funcionaban ni en sueños, pero ya era demasiado tarde, el aventurero estaba atrapado en su propia locura y no dejaba que nadie le aconsejara.
Además, los patrocinadores habían soltado ya mucho dinero y era imposible volverse atrás sin reconocer una humillante derrota. Al final Ekholm tuvo toda la razón, el globo no llegó muy lejos y acabó por estrellarse al poco de partir, empujado por vientos del norte que le llevaban precisamente en sentido contrario del deseado. Por supuesto, el meteorólogo no quiso saber nada más del asunto, pero Andrée continuó adelante.
Empeñado en tener razón por encima de cualquier otro, y todavía jaleado por las autoridades suecas y los patrocinadores, lo volvió a intentar en 1897. Con el globo reparado, una buena cámara fotográfica, mucho idealismo, poco cerebro y una tripulación entusiasmada. Un joven ingeniero, Knut Frænkel, substituyó al avezado meteorólogo.
No puedo imaginar la escena, sobre todo porque más bien parecía algo de risa más que una expedición científica. Palomas mensajeras para enviar cartas en vuelo, trineos mal diseñados, pesadas cargas con alimentos muy poco indicados para una aventura como aquella, el caso era que todo hacía pensar que se dirigían a la muerte, ¡pero continuaron su aventura como si no sucediera nada! Ni siquiera sus vestimentas eran adecuadas para el ambiente ártico.
Al poco de partir, el globo estuvo a punto de caer al mar, por lo que la tripulación necesitó soltar lastre, demasiado para una primera maniobra, el globo se elevó con rapidez y, desde entonces nadie volvió a saber de la expedición de Andrée.
Durante más de tres décadas aquella aventura se convirtió en motivo de leyendas de todo tipo, el desierto blanco se había tragado a tres héroes, como se les trató desde entonces en Suecia. Finalmente, en el verano de 1930, dos expediciones de cazadores de focas localizaron los restos de la expedición en una isla perdida entre los hielos boreales.
La historia que se reconstruyó a partir de entonces es terrible. El globo apenas se mantuvo en el aire unas horas, pero fue suficiente como para que los tres hombres se perdieran en el hielo. A partir de ahí lograron sobrevivir semanas sorteando peligrosas grietas, luchando contra la deriva de los hielos y, finalmente, construyendo un refugio en la isla donde fueron localizados sus cuerpos.
La agonía tuvo que ser terrible, la carne de oso polar constituyó su principal alimento hasta que finalmente perecieron, perdidos y al borde de la locura. Los diarios de los miembros del grupo contienen detalles terribles. Andrée mantuvo hasta el final su orgullo y el joven fotógrafo tuvo ánimo para ir tomado imágenes de todo el recorrido. Los carretes fotográficos fueron localizados junto a sus cadáveres y constituyen hoy día el recuerdo gráfico más imponente de lo que una idea loca puede llevar a hacer cuando se ve apoyada por los medios adecuados. Visto en: vidacotidianitica.blogspot.com.
Pueden ver las 11 fotos originales en esta dirección http://www.alpoma.net/tecob/?p=6120#more-6120
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