martes, 7 de enero de 2014

¿Es el poliamor la próxima revolución sexual?

“Hoy en día la fidelidad solo se ve en los equipos de sonido”.
Woody Allen.
Mi madre suele contar a menudo esta anécdota sobre su tía abuela. La tía Mercedes, pues así se llamaba, estaba casada con un tal Timoteo Rodríguez. Timoteo tenía una compra-venta de ganado, un almacén de ramos generales y una ‘querida’ a dos cuadras de su casa. Esto lo sabía la tía Mercedes, mi madre –niña— y todo el pueblo ganadero, pues a la hora de la siesta Timoteo ataba carro y caballo delante de la casa de su amante.
Un día mi madre preguntó a su tía cómo toleraba aquella situación. Mercedes respondió lacónica: “Nunca me pegó y nunca me hizo faltar nada”.
Una mente moderna, viajada y ocasional lectora de Zizek, pensará de inmediato: “las cosas que soportaba la gente de entonces”. Pero lo cierto es que el arreglo suena bastante menos simulado y vanguardista, queriendo decir que se mantiene fresco por inmutable.
Y no es que lo pasado fuese mejor y los valores hayan cambiado, sino que lo pasado era casi igual y lo que quizá ha cambiado es nuestra capacidad de aceptar los hechos. Como quien se come el chuletón y suspira por la vaca.
Cómo está el patio
Cada vez más a menudo nos enteramos, o más bien deducimos, la relación de una pareja conocida que no se inscribe en la ortodoxia amorosa. He aquí algunos testimonios de quienes han optado por una forma de relacionarse en la que el compromiso es tan importante como la verdad. Los nombres han sido cambiados.
“Cuando mi marido y yo nos conocimos llegamos al acuerdo de no mentir y no buscar fuera, cada uno por su lado”, precisa Sandra, mujer de un ministro. “Algunas parejas optan por acuerdos de silencio para que no se les queme la casa, nosotros decidimos compartir juntos las experiencias. El caso es que por un lado tienes el aburrimiento y por el otro la tendencia a desviar la vista y decir ‘acá no está pasando nada’. La realidad es que en la pareja la libido se va al carajo”.
Cecilia, activista a favor de los animales, es tajante: “Por mucho, muchísimo tiempo, fui ocultadora y mentirosa. Así que a mi novio de estos últimos dos años se lo plantee desde el principio. Hoy la única regla es poder contarnos las cosas. En marzo, por ejemplo, nos fuimos cada uno con nuestras respectivas exparejas de vacaciones. Él no me lo cuenta todo, aún le cuesta”.
¿Existe hoy un orden emocional al que aspirar? Cuando en España dos de cada tres matrimonios acaba en divorcio, muchos dirán que no. Si hubiera un cambio posible, habría que tener en cuenta cuánta libertad somos capaces de permitirnos, cuán verdadera es la normalidad que usamos de vara y cuánta verdad somos realmente capaces de afrontar.
“Conocí a un hombre que me gustó mucho pero enseguida aclaró que no se comprometía, que tenía otras mujeres”, confiesa Patricia, terapeuta alternativa. “A sabiendas de que soy más celosa que la mierda, arremetí igual, le dije: compromiso no quiero, pero hombres no comparto”. Él le contestó que la entendía y que a él le pasaría lo mismo.
No era la primera historia de ese estilo para Patricia, pero la impunidad masculina la sigue dejando azorada: “Yo misma he sido infiel y sé que las atracciones no se controlan. ¿Pero cómo se conjuga eso con las sensibilidades del amor? ¿Cómo aceptas que la persona de la que estás enamorada vaya y se coja a otra? Cuando me pasó, lloré, pataleé y empecé a tomar antidepresivos”.
Pareciera que el problema no fuera el salto hacia una nueva moralidad ni la adaptación a la realidad de las múltiples parejas, sino el siempre presente espectro del amor.
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El paño ya lo conocemos: relaciones más o menos duraderas que se mezclan con romances y encuentros, que se solapan creando el sucedáneo de una estabilidad emocional que prevalece en algún rincón mítico del mundo exterior.
Pero tras haber intentado noviazgos, cohabitaciones y matrimonios, más de uno ha llegado a la conclusión de que el formato de la fidelidad está pidiendo a gritos un plug-in.
¿Es forzoso que el amor sea una avalancha emocional que arrasa con todo, incluso con la tranquilidad? ¿O puede llegar a ser un sentimiento de intensidad media con un porcentaje más alto de racionalidad? Los detractores dirán que estas nuevas uniones no son tales, que son una utopía, que solo representan una forma de reaseguro emocional ante una inestabilidad generalizada.
“Creo que nunca creí en la pareja, pero eso no quiere decir que no lo haya intentado”, reflexiona Marcela, mujer de negocios. “Con el tiempo preferí no caer más en relaciones que me afectasen negativamente, como estar con alguien absorbente o celoso. Cuando comprendí de mi fragilidad en ese campo, me decidí por tener relaciones que, aunque parezcan ligeras, sé que me van a resguardar”.
¿No carecen de profundidad esas relaciones?, pregunto. “Algo tiene que haber de fuerte. Esa liviandad también tiene que tener fundamento, agarrarse a algo. Y tal vez ese algo sea la fantasía: la sensación de que todo es perfecto, de que somos geniales y felices”. ¿Y el romanticismo?, presiono. “Habría que definir ‘romántico’, porque una cosa es ser romántico sobre lo factible y otra ser romántico viviendo en las nubes”.
Parafraseando a Stendhal, Nietzsche dijo alguna vez que para ser un buen filósofo hacía falta ser seco, claro, sin ilusiones. Un banquero que hubiera hecho fortuna poseía, según el alemán, gran parte del carácter requerido para la filosofía.
Acaso siguiendo el camino señalado por Nietzsche, Gonzalo, emprendedor editorial, me plantea algunas preguntas taxativas: “Fíjate bien, ¿cuál es la realidad en la que vivimos? ¿Cuántas parejas realmente felices hay a nuestro alrededor? ¿Cuántas de ellas son funcionales? ¿Cuántos de nuestros conocidos, hombres o mujeres, tienen amantes? ¿Cuántos de ellos desearían llevar una vida más libre? No es lo que desearía, pero es el mundo en el que vivo”.
Me quedo pensando. ¿Cuántas de esas personas creen en el amor y cuántas de ellas desean creer en el amor? Es decir, ¿existe realmente aquello que deseamos o solo deseamos que exista? Schopenhauer creía que el amor era una ilusión biológica para hacernos procrear.
“Uno tiene distintos tipos de amigos y yo necesito que mis amantes sean diferentes entre sí. Si no, sería como estar con la misma persona”, responde Marcela. ¿Y no carecen de profundidad esas relaciones?, inquiero. “La ligereza también necesita una base, agarrarse a algo. Algo tiene que haber de fuerte en esa liviandad para que se sostenga, y tal vez lo fuerte sea la fantasía: la sensación de que todo es perfecto, de que somos geniales y felices”.
Patricia, con la seriedad de quien ha rumiado mucho el tema, tercia: “La verdad es que cuando yo no estoy implicada la fidelidad me parece un sinsentido. La idea de tocar el mismo cuerpo indefinidamente me resulta sofocante, imposible”. Pero pronto matiza: “Por otro lado hay que tener en cuenta que el intercambio de fluidos (sexo) entre dos personas te pega todas las energías que circulan por su cuerpo y que por eso la poligamia es peligrosa. Si uno intercambia fluidos con un hombre que a la vez intercambia fluidos con otra mujer se te pega la energía de esa mujer”.
El precio
Unos meses atrás circularon por internet imágenes de las víctimas de una revuelta popular en Egipto. En los medios se habían mencionado disparos contra la multitud desarmada, pero poco más. Sin embargo, las imágenes subidas mostraban cabezas abiertas como sandías, cráneos de niños y mujeres con las cabelleras arrancadas por la mera potencia del disparo.
¿Por qué no había visto aquello en los telediarios? Quizá sea porque la verdad es difícil de digerir, porque la verdad total obliga a actuar.
“¿La verdad total?”, duda Marcela. “Hay gente que quiere saberlo todo y otra a la que no le gustan las cartas sobre la mesa. Hay muchos factores para llegar a un acuerdo explícito, no podría generalizar”.
Cecilia, por su parte, no quiere que su pareja sufra por sus decisiones, pero tampoco caer en el engaño: “Al principio, no le podía contar todo. No por falta de honestidad, sino porque nuestra relación era muy reciente. Lo más difícil era controlar la tormenta que se venía después, entonces lo iba tanteando de a poco. Pero yo siempre acabo llorando más que él. Muchas veces siento que haberle planteado esto fue peor que ocultarlo. Pero lloro por otras muchas cosas: por la imbecilidad y egoísmo humano, por el maltrato que existe entre la gente y a los animales… qué horror, sueno como una emo, edítame, porfa”.
Muchos de los entrevistados han transitado un arco nacido en el ocultamiento, pasado por la sinceridad y acabado en un punto intermedio que no siempre es negociado sino tácito. Sandra explica: “Mi marido y yo seguimos con nuestras cositas y disfrutando de la ocasional exmiss que viene a bailarnos desnuda, pero ha habido un retorno a la discreción. Él prefiere historias online y evitar los encuentros físicos, aunque sea para tomar un café. En cambio, yo no, mi límite es la cama. El coste de las relaciones con terceros o cuartos a veces es muy caro. Lo sabemos por experiencia”. Cuando le pregunto sobre el futuro del amor, Sandra suelta la carcajada: “La generación de mi hija ya no tiene novios, cariño”.
Gonzalo ha optado por evitar el ‘sincericidio’: “Cuando salgo con una mujer soltera, aunque prefiero las casadas, le pregunto si tiene otros amigos. En general me responde algo nebuloso que se parece a un sí, pero que no me serviría en ningún juzgado. Entonces espero a que me pregunte a mí. Si no sucede, queda claro el contrato: no insistas sobre lo que hago yo, pero tampoco necesito saber”. ¿Por qué las casadas?, me pica la curiosidad. “Porque han aprendido a dar cariño: a sus hijos, a su pareja… Tienen más training a la hora de brindar afecto”.
Ante la pregunta de si los berrinches y los llantos provocan desgaste, Cecilia contesta: “Si el otro no comprende o no ha pasado por lo mismo, siempre lo lastimas. Yo creo que a mi novio lo lastimo igual, pero al menos le di la posibilidad de elegir desde un principio. Porque después, si te descubren, es peor. A mí me dolió mucho descubrir los rollos de mi ex, hubiera preferido que me los contara. Creo que el secreto es decir las cosas bien, con amor. Pero no deja de ser duro”.
Mentira la verdad
¿Entonces es la honestidad un síntoma de decadencia o una evolución que marcha hacia una ‘camaradería amorosa’ como diría el noruego Jon Elster? Para obtener un punto de vista menos visceral acudo a la antropóloga Águeda Quiroga, de la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona.
“Elster profundiza mucho en el valor civilizatorio de la hipocresía”, explica la antropóloga. “Afirma que esta es la gran civilizadora, pues ayuda a suavizar tanto acciones como declaraciones disfrazando el autointerés por un interés universal o, al menos, más beneficioso para todos”. En Los desposeídos, por ejemplo, Ursula K. Le Guin noveliza sobre un futuro en el que la propiedad amorosa ya no existe. Pregunto a qué conclusión llega la escritora. Quiroga sonríe: “Ella no concluye nada”.
Un académico de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires arremete en la dirección contraria: “Si alguien miente, el otro no lo sabe hasta que lo verifica. Cuando uno oculta o calla, continúa enviando información y la información es el insumo básico de todo proceso comunicativo. Nuestras decisiones, obviamente, estarán reconfiguradas en base a la información recibida y el que miente recorta ese campo o lo desplaza hacia áreas que pueden no ser de la conveniencia de ambos actores.
Mentir supone, conscientemente o no, una manipulación del contrato a escondidas. El juego podría seguir indefinidamente, ¿pero es posible? Yo creo que no, porque ‘la vida’ ofrece incontables oportunidades de contrastar empíricamente la información.
La discusión no es sobre la eficacia, sino sobre la responsabilidad de esas decisiones. Privar al otro de esa oportunidad es un acto moral que, desde mi perspectiva, o mi moral, es negativo. La actitud del que miente me resulta autoritaria y soberbia, si es que puede separarse una cosa de otra.
El rasgo autoritario es obvio. La soberbia se desprende de la supuesta incapacidad de comprender que se le asigna al ‘mentido’. En definitiva, creo ver y haber visto muchas veces que el mentiroso se autolegitima basándose en una supuesta asimetría respecto del mentido. Cosa que resulta, como poco, improbable”. El académico no es de los que sonríe.
Epílogo
Durante el tiempo que Timoteo Rodríguez vivió, Mercedes y la amante de su esposo apenas se hablaron. Pero eso no impidió que las mujeres se enviaran de tiempo en tiempo pequeñas señales de aprecio: servilletas y manteles decorados con puntillas al crochet. Años más tarde, ya en su lecho de muerte, Timoteo pidió a su esposa que mandara llamar a la otra. Cuando la mujer llegó, Mercedes los dejó solos para que se despidieran. El nombre de la amante no pasó a la historia.
Imagen de Venus, las tres gracias y Cupido, de Nicolas Vleughels. Wikimedia.org
Via: http://www.yorokobu.es/ 

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